lunes, 24 de octubre de 2011

El Automóvil.

Aunque en  apariencia el automóvil aparezca contemporáneamente como una de las innovaciones más provechosas acarreadas por la Revolución Industrial, los múltiples efectos que su proliferación ha conllevado sobre todo para vida urbana demuestra lo perverso de su expansión global. Como bien señala el arquitecto Kenneth Frampton, Ware Professor de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Columbia, en Nueva York, el automóvil constituye el “invento más apocalíptico de todos los tiempos, más aún que la bomba atómica”, en la actualidad un gravísimo flagelo que viene deteriorando aceleradamente la calidad de vida de una ciudadanía cada vez más expuesta universalmente a los efectos de su masificación social y urbana.
 
Convertido en Lima, en pocos años, en uno de los mayores factores de la atrofia ambulatoria que la aqueja, el auto no constituye un perjuicio que atañe únicamente a las grandes ciudades del mundo subdesarrollado. Hace unos diez años, al darse a conocer el informe que le solicitara al arquitecto británico Richard Rogers el Primer Ministro británico Tony Blair respecto a la situación de las ciudades en el Reino Unido y a sus posibilidades de mejoramiento, se señaló al automóvil como el principal problema que impedía su funcionamiento eficaz y confortable. Fruto del diagnóstico que sirvió de base al estudio, Rogers recomendó afrontar categóricamente la imperiosa necesidad de limitar su uso territorial y urbano, para lo cual propuso severas medidas disuasivas a su uso privado, recomendando ampliar y hacer más eficientes las redes de transporte público masivo.
 
 La acogida que luego brindara el alcalde de Londres elegido poco después de conocidas las conclusiones del estudio a sus recomendaciones se tradujeron en la necesidad de incorporar el problema de la circulación vehicular privada y pública a una noción orgánica e integral del planeamiento urbano. Una consecuencia innovadora y de enorme trascendencia, tanto para innovar el  marco conceptual dentro del cual resulta imprescindible tratar contemporáneamente la compleja concomitancia que aqueja a los factores que inciden en el ordenamiento urbano, cuanto para hacer notar a la ciudadanía la importancia de modificar sus hábitos en materia de desplazamiento, fue introducir un impuesto al uso vehicular dentro de áreas de mucha afluencia pública. Complementariamente, entre el Gobierno Central Británico y el Gobierno Municipal de Londres se inició un amplio e intenso trabajo de reforma del sistema de transporte público masivo, en el claro entendimiento de que la viabilidad de las medidas disuasorias para el uso vehicular privado exigían dotar a la ciudadanía de mecanismos alternativos eficientes.
Otro caso equivalente, aunque de una naturaleza distinta, es el de la política adoptada con similares objetivos en Pekín, donde a afectos de limitar el incremento incesante de vehículos privados dentro de su casco urbano, se ha introducido cuotas anuales para la adjudicación de licencias, regulándose su otorgamiento en función a múltiples parámetros, entre los cuales figura la creación de un mercado libre para el intercambio de las ya otorgadas.
 
Siendo la libre circulación urbana uno de los derechos primordiales de cualquier ciudadano, resulta indispensable brindarla a partir de una reflexión integral y orgánica de su funcionamiento. En tal sentido, resulta esencial contemplar el rol que toca jugar al automóvil como uno de los factores primordiales para encarar la posibilidad de brindar un servicio eficaz, confortable y económicamente verosímil para el transporte urbano. A falta de una política congruente y orgánica que lo entienda como un  aspecto ligado a los demás factores que hacen viable la operación urbana, no es admisible seguir admitiendo inyectar ilimitadamente vehículos privados a un casco urbano que ha ido urdiéndose al margen de las mínimas previsiones estadísticas respecto a su capacidad para soportar una ingestión indefinida de automóviles. Tampoco es admisible que, como parte de su carencia de un plan urbano integral y orgánico, el municipio de Lima no cuente con una estrategia para la implementación de un sistema o régimen de transporte público masivo. La sola existencia de dos líneas realizadas a consecuencia de iniciativas políticas aisladas no sólo demuestra la poca seriedad con que se ha venido encarando las precedentes décadas un tema tan crucial. El éxito del Metropolitano demuestra la existencia de una demanda comprobada y obsecuente, y lo incomprensible que sea Lima la única metrópoli latinoamericana –o quizás global– que no cuente con un sistema de transporte urbano masivo.
 
El origen de este crucial problema es la inexistencia de una posición crítica respecto al automóvil de uso privado, y a la carencia de una política sensata que permita dotar a Lima con un transporte público del que hasta ahora inexplicablemente carece. Ambos factores se encuentran inevitablemente ligados contemporáneamente.

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